lunes, 10 de junio de 2013

LAS PALABRAS no requieren ya
su buen uso. A eso parecen habernos conducido los esperpentos
del vocablo retorcido en los predicadores modernos.
Lo que ellos nos muestran es dogmatizado.
Y se reconocen los más altos grados de distinción
en personas doctas en no decir nada.

Asimismo, las pasiones del corazón,
                                                               -las no reprimidas por el psiquiatra-,
se empequeñecen,
y son ninguneadas por la dictadura de lo políticamente correcto.


¿Pero quién ha decidido la política?
¿Y el lenguaje?

La palabra es un tornillo que se enrosca,
y ya no sale de uno.
La palabra es un campo espartano
del que brotan flores, mares, horizontes.
La palabra alienta, la palabra muerde,
la palabra descubre sitios a los que nunca
hubiese imaginado llegar sin alas.

El papel de nuestra existencia cada vez más lleno de tinta,
de anexos, de glosas.
Y la palabra, y su vocación,
 al alcance de cualquiera.
Todo lo que dicen los expertos es mentira.
El ingeniero, el carpintero, el herrero
que funde las letras,
ese es,
el que habla.

Los que se muerden la lengua invocan la nada.
Demos el paso,
pero a la vez recordemos
aquellas barbas recortadas cuidadosamente
que funden el alma en el silencio de su islam,
en la meticulosidad del ascetismo,
en la profundidad del significado.

Avancemos, la palabra es un viento tardío.
Recordemos,
de manera instintiva,
todas las puertas,
atravesémoslas para conectar.
La palabra es un cuerda que amarra los conocimientos,
la palabra.

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